El camino mejor y más fácil para llegar a comprender la naturaleza y
las tareas de la educación es, quizás, el mito de Prometeo, tal y como se
expone en el Protágoras de Platón.
Hélo aquí, tal como en ese diálogo lo expone
Protágoras mismo: cuando los dioses hubieron plasmado las estirpes animales,
encargaron a Prometeo y a Epimeteo que distribuyen convenientemente entre ellas
todas aquellas cualidades de que debían estar provistas para sobrevivir.
Epimeteo se encargó de la distribución. En el reparto dio a algunos la fuerza
pero no la velocidad; a otros, los más débiles, reservó la velocidad para que,
ante el peligro, pudieran salvarse con la fuga; concedió a unos armas naturales
de ofensa o defensa y, a los que no dotó de éstas, sí de medios diversos que
garantizasen su salvación. Dio a los pequeños alas para huir o cuevas
subterráneas y escondrijos donde guarecerse. A los grandes, a los vigorosos, en
su propia corpulencia aseguró su defensa.
En una palabra, guardó un justo equilibrio en el
reparto de facultades y dones de modo que ninguna raza se viese obligada a
desaparecer. Les distribuyó además espesas pelambreras y pieles muy gruesas,
buena defensa contra el frío y el calor. Y procuró a cada especie animal un
alimento distinto: las hierbas de la tierra o los frutos de los árboles, o las
raíces, o bien, a algunos la carne de los otros. Sin embargo, a los carnívoros
les dio posteridad limitada, mientras que a sus víctimas concedió prole
abundante, de forma de garantizar la continuidad de su especie.
Ahora bien, Epimeteo, cuya
sagacidad e inteligencia no eran perfectas, no cayó en la cuenta de que
había gastado todas las facultades en los animales irracionales y de que el
género humano había quedado sin equipar. En este punto, llegó Prometeo a
examinar la distribución hecha por Epimeteo y vio que, si bien todas las razas
estaban convenientemente provistas para su conservación, el hombre estaba desnudo, descalzo y no tenía ni
defensas contra la intemperie ni armas naturales. Fue entonces cuando
Prometeo decidió robar a Hefestos y a Atenea el fuego y la habilidad mecánica,
con el objeto de regalarlos al hombre. De ese modo, con la habilidad mecánica y
el fuego, el hombre entró en posesión de cuanto era preciso para protegerse y
defenderse, así como de los instrumentos y
las armas aptos para procurarse el alimento, de que había quedado desprovisto
con la incauta distribución de Epimeteo.
Gracias a la habilidad mecánica el hombre pudo inventar los
albergues, los vestidos, el calzado, así como los instrumentos y las armas para
conseguir los alimentos. Además dispuso del arte de emitir sonidos y palabras
articuladas, y fue además el único entre los animales capaz, en cuanto
partícipe de una habilidad divina, de honrar a los dioses, y construir altares
e imágenes de la divinidad. Pero así y todo, los hombres no tenían la vida
asegurada porque vivían dispersos y no podían luchar ventajosamente contra las
fieras. Fue entonces cuando trataron de reunirse y fundar ciudades que les
sirviesen de abrigo; pero una vez reunidos, no poseyendo el arte político, es
decir, de convivir, se ofendían unos a otros y pronto empezaron a dispersarse
de nuevo y a perecer.
Entonces, Zeus tuvo que
intervenir para salvar por segunda vez al género humano de la dispersión, y para ello envió a
Hermes a fin de que trajese a los hombres el respeto recíproco y la justicia,
con objeto de que fuesen principios ordenadores de las humanas comunidades y
crearan entre los ciudadanos lazos de
solidaridad y concordia. Y, a diferencia de las artes mecánicas, que en modo
alguno fueron dadas todas a todos puesto que, por ejemplo, un sólo médico basta
para muchos que ignoran el arte de la medicina, Zeus dispuso que todos
participaran del arte político, es decir, del respeto recíproco y de la justicia
y que quienes se negaran a participar de ellos fueran expulsados de la
comunidad humana o condenados a muerte.
El
mito de Protágoras
contiene algunas verdades importantes. Primera, que el género humano no puede sobrevivir sin el arte mecánico y sin el arte de la
convivencia. Segunda, que estas artes, justamente por ser tales (es decir,
artes y no instintos o impulsos naturales) deben ser aprendidas. Actualmente
decimos que el hombre debe aprender las técnicas del uso de los objetos ya
construidos y las técnicas de trabajo de los objetos por construir o producir,
y que asimismo debe aprender a comportarse con los demás hombres de un modo que
garantice la colaboración y la solidaridad, de acuerdo con lo que Platón
denominaba “el respeto recíproco y la justicia”.
Por consiguiente, el hombre tiene una infancia
mucho más larga
(relativamente a la duración de la vida) y fatigosa que la de los otros
animales. También éstos deben aprender el empleo de los órganos de que la
naturaleza los ha dotado, y por tanto atraviesan todos, más o menos, un periodo
de adiestramiento que corresponde a lo que es la educación en el hombre. Pero
los animales entran rápidamente en posesión de las capacidades propias para
conservarse porque dichas capacidades, como observaba justamente Protágoras,
están inscritas en su estructura orgánica, en los dones distribuidos por
Epimeteo.
Al hombre, por el contrario, el uso inmediato
de sus órganos,
por ejemplo, el aprender a ver, a moverse,
a caminar, no le garantiza en modo alguno la vida: necesita los dones de
Prometeo y Zeus, las técnicas mecánicas y morales que exigen un
adiestramiento mucho más largo y penoso. Y es de señalar que la adquisición de tales técnicas requiere el lenguaje,
porque sin él no sólo no podrían ser comunicadas de un hombre al otro,
sino que no hubieran nacido ni se desarrollarían. En efecto, sólo el uso del lenguaje permite las abstracciones y
generalizaciones indispensables para la formación de las técnicas
mismas. Una palabra (o signo lingüístico) no designa una cosa en particular,
esta cosa, sino un objeto genérico, que se define por su uso posible, por
ejemplo, las palabras “hacha”, “flecha”, “arco”, no designan esta hacha, esta
flecha, este arco, sino un hacha, una flecha y un arco cualesquiera
(independientemente de su particular forma, tamaño, color, etc.), que se
definen por el uso particular para el que sirven.
Cuando el
niño aprende
a hablar, no aprende a designar cada cosa con una palabra, como se cree
comúnmente, sino que más bien aprende a identificar en las cosas, a través de
las palabras, la posibilidad genérica de uso que las define. Por ejemplo,
cuando la madre le dice “éste es un tenedor”, lo que le enseña no es tanto la
palabra en sí misma cuanto la relación existente entre la palabra y toda una serie
de objetos (todos los tenedores posibles, cualesquiera que sean su forma,
tamaño, material, etc.), que se pueden definir por el uso común a que se
destinan. Por lo tanto, Protágoras tenía razón de ligar el “arte mecánico”, o
sea, las técnicas de uso y producción de los objetos, con el “arte de la
palabra”, porque en verdad ninguno de los dos puede prescindir del otro.
Referencia
Abbgnano, N. y A. Visalberg. “El Mito de Prometeo”,
en: Historia de la Pedagogía, Fondo
de Cultura Económica, 8ª. Reimpresión, México, 1987, pp. 8-10
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